Blame Canada

lunes, 16 de agosto de 2010


Una de las bromas recurrentes antes de venir a Nueva York era “te pararán en inmigración y te llevarán al cuartelillo”.  He tenido que esperar hasta querer pasar la frontera que separa Estados Unidos y Canadá para vivir esa maravillosa experiencia que, gracias a Dios, no llegó a cacheamiento indecente.  
Supongo que los meses que llevo aquí me hicieron olvidar que estoy de prestado y que por mucho que una se sienta como pez en el agua no debe perder nunca de visita la burocracia estadounidense. Satisfecha de mí misma llegué a la frontera agarrada a mi pasaporte y mi visado.  Fue ahí donde una dura agente canadiense me informó que al no llevar mi formulario DS2019 que, glups!, había olvidado en casa no se me permitía pasar al país de la policía montada para ver las cataratas del Niagara. ¿La razón? Sin ese documento no pueden asegurar  que Estados Unidos me deje volver a entrar a pesar de tener un visado en regla. Y Canadá, of course, no quiere nuevos ciudadanos a lo polizonte.
Con el corazón encogido al ver la cara de incredulidad de mi familia que había hecho reservas al otro lado de la frontera,  la agente me mandó de vuelta al lado estadounidense con un “cutre papel”. Ella me aseguraba que si inmigración de Estados Unidos me lo firmaba, ellos me dejaban pasar para ver ese parque surrealista que han montado para explotar las cataratas. En mi mente aparecía de forma intermitente la imagen de Meg Ryan en “French Kiss” suplicando su nacionalidad canadiense.
Mis gestiones con el bando estadounidense no trajeron soluciones inmeditas. Él agente de la aduana me explica que por él no habría problema porque al día siguiente vuelva a los states pero quién sabe si él estará y quizás el agente de servicio ese día decide que me toca comer sirope de arce el resto de mi vida. De repente nos requisa los pasaportes y me envía a inmigración.
Tras dos horas de espera en una sala en la que se acumulaban tantas nacionalidades como en las Naciones Unides , conseguí que el señor agente me devolviera mi pasaporte. Previamente, el señor agente hizo una esmerada comprobación de mis datos con el antiguo, pero siempre eficaz, método de mirar diez veces de forma alternativa la fotografía del pasaporte y mi cara de “estoy-hasta-las-narices-de-tanta-tontería-quiero-mi-pasaporteYA” para asegurarse que éramos la misma persona.
Con la advertencia que no podía poner el pie en la tierra de Céline Dion cogimos nuestros bártulos y nos largamos a pedigüeñar asilo en cualquier hostal que nos acogiera y poder ver así Niagara Falls desde el lado estadounidense. Y oye, quizás no tiene casino, ni noria, ni torre alta desde la cual puedes ver el paisaje, pero te mojas igual cuando vas a ver las cataratas de cerca.



Never-ending

miércoles, 11 de agosto de 2010



* El edificio de la sede neoyorquina de las Naciones Unidas se construyó gracias a los bocetos de Le Corbusier y Oscar Niemeyer

OST

martes, 27 de julio de 2010


La banda sonora de esta ciudad es una canción de Björk desquiciada. En ella se juntan las incansables bocinas de los taxis suicidas, el ruido de los coches brincando sobre las placas de metal que esconden los baches del maltrecho asfalto de la jungla de cristal y la melodía agonizante de la Lambada proveniente de un carrito de los helados. Es también el constante run- run de los aires acondicionados que salvan a los neoyorquinos de una más que segura muerte por asfixia. 
A menos que no se sea fan incondicional de la mujer de ojos rasgados a veces vale la pena abandonar durante unas horas el paraíso de los rascacielos para recuperar el significado del silencio. Aunque se tengan que hacer tres horas de camino en tren y un viaje con un taxista de obtusa visión americanocéntrica del mundo. 

PD: Y ahora venid todos los fans de Björk y quemarme con el fuego de vuestra furia...

Experiencias extremas con la gastronomía estadounidense (I)

lunes, 5 de julio de 2010

El 4 de julio, Indepedence Day, llegó y se fue con más pena que gloria. Las altas temperaturas frustraron los planes de disfrutar del concierto de She & Him en Governor’s Island y sólo pudimos empezar a respirar con tranquilidad con la caída de la noche y los fuegos artificiales que cada año hace el omnipresente centro comercial Macy’s.

El lugar elegido para disfrutar de los fuegos, considerado el mayor espectáculo pirotécnico del país, fue Hoboken, en Nueva Jersey, desde donde se tiene una de las vistas más espectaculares del Skyline de Nueva York. Paseándome por los  chiringuitos encontré una de las delicatesen culinarias más estrambóticas de la siempre surrealista gastronomía estadounidense: las fried Oreos.

Esta maravillosa guarrería consiste en rebozar las ultraconocidas galletas Oreos, el segundo producto alimentario más vendido del mundo,  con el menjunje usado para hacer pancakes (otra grandiosa aportación de Estados Unidos a mi dieta de los fines de semana). Una vez rebozaditas, se fríen y las espolvoreas con azúcar glassé. El resultado es un maravilloso buñuelo, con un sabor a medio camino de la galleta Oreo y los tipical spanish churros.

Y sí, me zampé unas fried oreos y luego un estupendo sirloin steak en un mítico Steak house con sus manteles de cuadritos rojos y blancos. 

Aquí os dejo un vídeo que explica como las fried Oreos para que expandáis por el mundo la buenanueva de su existencia. 


Is a long way just for a mat

martes, 29 de junio de 2010

Uno de los pasatiempos favoritos de los neoyorquinos es hacer colas. En menos de lo que canta un gallo te montan “lines” perfectas para conseguir cualquier cosa a un precio indecentemente bajo para esta ciudad. Así puedes ver largas esperas para  participar en un sorteo de entradas para el musical “In The Heights”  o subir a un bus que te lleva a Washington por un precio ridículo y que llega con evidente retraso.  Contrariamente a lo que pasaría en Barcelona, la gente difícilmente se exalta o se pone brabucona con los responsables de estas interminables esperas.

En los últimos meses  me he dejado seducir por los cantos de sirenas de las esperas eternas y he tenido mis dos raciones de “new yorker line” con resultados dispares. La llegada del verano es sinónimo de cultura gratis en esta ciudad pero como bien dice el refrán “quien algo quiere, algo le cuesta”. Uno de los eventos imprescindibles de la temporada es el Shakespeare in the Park, un festival  de teatro en el Central Park dedicado al autor inglés. Cada año se representa durante dos meses al menos una de sus obras que suelen contar con la presencia del algún actor hollywodiense. Este año el elegido fue Al Pacino, quien participa en el “Mercader de Venecia” interpretando al judío Shylock, papel que ya hizo en la adaptación cinematográfica del clásico. Ni que decir que me volví loca a leerlo y ni las críticas a la película por parte de mi hermano mediante emails acosadores me detuvieron de participar  en la cola quilométrica que me llevaría a ver a uno de los grandes de la actuación.

Tras tres horas de cola, conseguí mi preciada entrada más casi una decena más para mis amigos que se fueron uniendo a mí a la cola ante las cejas arqueadas de bondadosos neoyorquinos en cuyos diccionarios no existe la palabra “colarse”. Pensaréis que se ha de tener una vida muy triste para perder tres horas de una mañana de sábado sentada en el suelo del Harlem Stage. Sólo os diré que yo acudí a la fila alternativa, que cambia de barrio cada fin de semana y donde te dan unos vouchers que luego se convierten en entradas. Otros seres más comprometidos con la causa decidieron plantificarse en Central Park una noche entera (hubo gente que estaba ahí a las nueve de la noche del viernes) para conseguir ver a Al Pacino encima del escenario.

Mi segunda experiencia íntima con las colas neoyorquinas fue mucho más decepcionante. Desde mi llegada a la Gran Manzana he intentado retomar el yoga pero las fuerzas de la naturaleza se han unido para impedirme entrar en el nirvana por medio de estiramientos imposibles. Con lo molones que son esta gente, en verano los tienes a todos haciendo yoga en plan comunidad del anillo en cualquier parque de la ciudad. La semana pasada se anunció una gran clase multitudinaria, o sea algo como la “digitransformación” de  comunidad del anillo a secta del buenrollismo, en Central Park (aunque parezca mentira no todo pasa ahí). Se trataba de conseguir el record de 10.000 personas haciendo yoga.

Después de rellenar la solicitud e  imprimir el boleto me planté en parque para encontrarme una cola que se extendía casi tres manzanas. En nombre del equilibrio emocional y los remordimientos por haberme convertido en una especie de babosa que sólo se mueve de la silla de la oficina a su sillón de pensar decidí aguantar hasta perder toda esperanza. Casi dos horas y un perrito caliente después  seguíamos esperando y nos rendimos a la evidencia que nunca podríamos saludar al sol desde los verdes prados de Central Park ni tener nuestra mat (colchoneta) azul cortesía de la compañía aérea Jet Blue. Nuestras miradas lastimosas se cruzaron con la de otra pobre resistente que tras un largo suspiró afirmó: “ Is a long way just for a mat”.  
Tal y como había anunciado el forecast (ese gran amigo de cualquier new yorker de pro) la tormenta de New Jersey se aproximaba a la ciudad. A pesar de empezar a caer algo similar al diluvio universal los miles de neoyorquinos que esperaban pacientemente se resistían a abandonar el parque puesto que aún no habían conseguido su maravillosa “mat” gratis.

Baltimore, MD

sábado, 24 de abril de 2010

Cuando iba al colegio tenía un profesor muy sabio que solía decir que el día que los chinos se levantasen acababan con nosotros. No lo faltaba razón. En cualquier ciudad americana que se precie existe un Chinatown, porque ellos van a dominar el mundo. De momento han empezado por controlar los sistemas de autobuses que te llevan desde NY a cualquier otra ciudad cercana por un módico precio y en ocasiones hasta con internet gratis.

Así, transportada por los denominados “autobuses de los chinos” llegué a la ciudad que tiene el honor de ser mi primer contacto con la América profunda: Baltimore, Maryland. Esta pequeña ciudad portuaria es conocida por sus cangrejos (que, oh paradojas de la vida, son traídos desde North Carolina). También tiene el privilegio de ser la ciudad natal del bizarro John Waters, conocido por haber dirigido la mítica primera versión de Hairspray o Cry Baby.

Baltimore tiene también otro gran atractivo: estar considerada la segunda ciudad más peligrosa de Estados Unidos después de Detroit con una media de 220 homicidios al año.

Sin embargo, el mejor de sus encantos es que era una de las pocas ciudades de la gira americana de The XX donde aún quedaban entradas a la venda. Ni cortas ni perezosas Miss Washington y yo tomamos las determinación que la banda de pipiolos británicos se merecían que rindiéramos culto a Baltimore, Maryland, cuna de la subcultura.

Alertada por mi hermano, seguidor acérrimo de la serie The Wire, basada en el mundo criminal de Baltimore, llegué a la ciudad agarrando con fuerza mi mochila, esperando oír disparos sobrevolando mi cabeza y rezando porque ninguno de ellos impactara en mi cámara nueva.

Nada de eso sucedió pero pronto descubrimos que hay algo que puede dar más miedo que las balas: el bizarrismo extremo y el kitsch. Desde los bancos para esperar el autobús, donde se puede leer el autoestimulante lema “Baltimore, the greatest city in America”, hasta las extrañas figuras de porcelana de un gato y un pescado en un cesto pasando por un dinner con forma de barco todo huele a naftalina en la ciudad que vio morir a Edgar Allan Poe. Así que, tras un par de horas, nos dimos cuenta que la presencia de dos turistas por esos lares era un hecho sorprendente.

Nuestra imagen de cándidas europeas perdidas ( sólo en apariencia) ha provocado que taxistas con ínfulas de Lionel Richie solicitaran nuestra amistad encarecidamente, que hippies con atuendos de lobos de mar nos dieran clases de magistrales de genios del jazz en tiendas clandestinas de vinilos y que mujeres en decadente estado físico y precaria salud dental nos indicaran el camino a la casa-museo de Poe mediante gritos en el barrio más chungo de todo Baltimore mientras los colegas que vagabundeaban por las calles nos miraban como si viniéramos de Marte.

En Baltimore he aprendido que el transporte público fuera de Nueva York sólo es para los pobres (el 30% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza).

En Baltimore he aprendido que yo vivo en una burbuja que se llama Nueva York. 

Stand Clear of the Closing Doors, Please

miércoles, 24 de marzo de 2010


Siempre he sido bastante estricta con la puntualidad. No me gusta llegar tarde ni al trabajo ni a las citas y si por algún motivo eso sucede procuro siempre avisar antes. Sin embargo, desde que puse los pies aquí es raro el día que llego puntual a algún sitio. La respuesta a tan magna  catástrofe es clara: el metro.
A menos que no seas un ricachón con chofer las veinticuatro horas de tu vida, en esta ciudad no hay más tu tía que subirse al metro cada día. Uno de los aspectos más sorprendentes es que a primera hora el vagón está prácticamente en silencio. La gente no habla entre ella y todo el mundo se aísla con su iPod o su libro (o New Yorker).  A algunos les parecerá triste, a mi me pareció una bendición puesto que mi cerebro necesita unas tres horas para reengancharse a la vida  de buena mañana.  Otro de sus curiosidades es que no tiene cobertura, con lo cual ya he tenido pesadillas sobre qué hacer si algún día hay una catástrofe bajo tierra. (Nota para los no iniciados: En el metro de Barcelona sí hay cobertura y el año pasado me convertí en una experta en arreglar el mundo vía conferencia telefónica desde el subsuelo)
El metro de Nueva York es el más grande de Estado Unidos y uno de los más grandes del mundo. Con  468 estaciones y 1.056 kilómetros de vías de servicio,  a veces se me olvida que es equivalente al sistema ferroviario de un país. Además recordemos  que funciona las 24 horas durante todos los días del año. O, al menos, se intenta. Porque,  sin duda, uno de los momentos más trágicos del fin de semana, nunca pasa entre semana para que tengas la excusa de llegar tarde al trabajo,  es cuando bajas al andén de tu estación y te encuentras con el siempre temido papel amarillo colgando de la pared. Ese papel indica las modificaciones que sufren las líneas durante los días festivos, que pueden ser muchas y variadas.Y si vives en la parte alta de Manhattan te va a tocar pringar seguro. Anque aquí no hay rincón de la ciudad que se salve del castigo divino que son las obras en fin de semana.
Así que ante mi impotencia,  he asistido en numerosas ocasiones a cambios de líneas sin sentido,  a vacíos espacio temporales que hacen que nunca llegues a tu destino, a paradas del servicio porque el tipo que está sentado se ha puesto a vomitar o trenes que eran express se convierten en locales haciéndote conocer cada una de las estaciones de esta maravillosa ciudad subterránea que es el metro de Nueva York. Tras sufrir diversos ataques de hiperventilación, la Metropolitan Transportation Authority  (MTA) me ha enseñado una valiosa lección: la paciencia es la madre de la ciencia.  Y si no quieres llegar tarde a los brunch al sol, sal antes de casa, ¡guapa!

pd: Lo mejor cuando vas en metro es escuchar esta canción 


My Sunny Crush

martes, 9 de marzo de 2010

En Barcelona cae la nevada del siglo y llega el Apocalipsis polar. En Manhattan sale el sol.

Mi madre se queda sitiada en Mataró saliendo del trabajo, mi hermano aprende a deslizarse grácilmente sobre el hielo con sus sempiternas All-Stars, mi padre se queja vía chat de gmail de lo mal que va todo en la ciudad cuando aparecen las inclemencias del tiempo y mis amigas me envían fotos de Vallcarca City de blanco.

Yo salgo a pasear por Central Park disfrutando de la bonanza casi primaveral y de la compañía washingtoniana. Desde hace una semana gozamos de un maravilloso tiempo que nos hace olvidar los dos meses de frío polar y el agrietamiento progresivo de nuestra piel. 

Veo el sol entrar por la ventana, salgo a la calle con cara de boba enamorada y los primeros camiones de helados empiezan a dejarse ver por las vías cercanas a Bryant Park haciendo sonar machaconamente la banda sonora de “El golpe”. 

Dos meses de nieve me han convertido en una guiri cualquiera. Más bajita y menos espectacularmente arrolladora que las nórdicas que ocupan desconsideramente mi calle buscando el Park Güell pero con la misma imperiosa necesidad de enseñar carne ante un mínimo rayo de sol. Como siempre he sido tímida de cintura para abajo me conformo, de momento, con enseñar mis blancos brazos durante un maravilloso brunch dominguero. 

No sé si perdí algo en esta ciudad y espero encontrarlo, como dice Susana. Pero oiga usted estaré encantada de descubrirlo mientras estoy echada sobre la hierba de Central Park, me paseo por los rincones del Jardin Botánico del Bronx o miro las vistas de Manhttan desde Brooklyn Heights. OMG, I think I have a crush on you!

No nací para llevar alas

sábado, 20 de febrero de 2010


Comprar en Nueva York es algo casi tan básico como respirar. Es difícil delimitar las zonas de tiendas porque prácticamente en cualquier rincón te encontrarás una aglomeración de locales que te miran con deseo. La 5ª Avenida, Herald Square, Broadway, Lafayette, Soho, Noho, Brooklyn Flea Market… Un sinfín de calles y un sinfín de tiendas. Sin embargo desde que llegué aún no me había dado un verdadero baño de “shopping”. Así que este fin de semana empujada por una mezcla de “no sé si cortarme las venas o dejármelas largas” e “insoportable levedad del ser” decidí que era el momento ideal para darme un homenaje. También ayudó el hecho que mi lavadora asesina perpetró un sangriento asesinato y acabó con la vida de la única ropa interior que no me haría morir de vergüenza en caso de exploración de urgencia por  accidente.
Así que gafas de sol en mano, 44 grados Fahrenheit (6 Celsius) aquí  es como la primavera en el Corte Inglés, me lancé dispuesta a patearme la ciudad. Desde hace semanas alguien, no sé muy bien quién, decidió que, a pesar  de que aún nos estamos recuperando de la última nevada, ya es hora de comprar los shorts y las sandalias para el verano. Yo embriagada por los cantos de sirena del consumismo sólo pensaba en comprarme vestidos de flores y sandalias para pasear por las playas que tanto echo de menos.
Sin embargo antes de eso yo tenía una misión: reciclar mi armario íntimo. Así que para ello he acudido a algo así como el templo de la ropa interior femenina: Victoria’s Secret. Desde mi llegada he mirado con recelo sus tiendas porque me parece sospechoso que tantas mujeres se paseen por la ciudad con las bolsas rosas de tan conocida marca. Lo que antes era recelo hoy se ha convertido en odio y rencor profundo.
El primer escollo para conseguir mi objetivo era sortear la figura del “saludador”, un personaje intrínseco a cualquier tienda de ropa de Nueva York. Este ser, que forma parte de la plantilla de vendedoras de cualquier cadena de ropa, te espera con su sonrisa maliciosa en la entrada, te saluda y aprovecha para acribillarte con las ofertas que tienen a tu disposición. Yo no puedo hacer más que poner cara de china (sonrisa profident hasta que los ojos se me cierran) y musitar un “hi”. Te encuentras uno en la entrada pero sabes que habrá uno en cada planta a la que subas. Cuando menos te lo esperes empezará a vociferar cuáles son los saldos que puedes encontrar ese día.
Así pues, como yo ya imaginaba,  nada bueno se cuece en el interior del supermercado de la lencería. Hoy he constatado que la imagen de quintaescencia del glamour que emanan los Ángeles del desfile de Victoria’s Secret cada año se convierte en baratija de segunda cuando las prendas bajan al nivel de los mortales. Nada más entrar me he encontrado con bragas, tangas, cullotes de colores radioactivos dignos del mercadillo de mi pueblo. A punto estaba de llamar a los cazafantasmas y solicitar una acción de urgencia para acabar con esas prendas de origen sobrenatural.
Dispuesta a no dejarme engañar por cualquier vendedora zalamera me he puesto a curiosear entre los miles de conjuntos que abarrotan el templo de la lencería. Sin casi tener tiempo de reaccionar una oronda muchacha de riguroso uniforme negro me ha avasallado ofreciéndome su ayuda. Yo, acorralada entre miles de sujetadores, solo he atinado a decirle que no sabía muy bien cuál era mi talla en USA. Ella ni corta ni perezosa ha sacado su cinta métrica y un pis- pas ha invadido mi sagrado espacio vital delante de la atenta mirada de una pareja de guiris. No contenta con este momento, la dependienta ha determinado mi talla y ha sacado del cajón un sujetador que me ha dejado medio tiesa. Delante de mí sostenía una prenda prácticamente pre púber. Con toda diplomacia le he intentado hacer entender a la eficiente mujer que “eso” a mí me iba pequeño, a menos que no hubiese hecho una más que preocupante regresión a la infancia.
Se me ha quedado mirando con desprecio  parapetada tras el poder de su cinta métrica y me ha indicado amablemente que hiciera cola y si me iba pequeño ya me daría una talla más grande. Vencida he entrado en el probador y, como yo ya había vaticinado, esa talla era la que yo llevaba a los doce años. Aturdida por los colores ácidos y fantasía he huído del establecimiento para recluirme en el maravilloso GAP donde, por fin, he conseguido mi tan ansiada ropa interior acorde con mi edad y tamaño.
 Como nota final sólo dos reflexiones: 
a) Ya basta de ropa con estampados imitación de leopordo, por favor. 
b) a la hoguera todas las camiseta de "I Love my Boyfriend" , y más si son con brillantina. Realmente agradezco que la gente quiera compartir su felicidad sentimental pero sin avasallar, colega! 



 


 

Para arañarte mejor

miércoles, 17 de febrero de 2010



Mi abuela solía decir que tengo manos de pianista. Yo, en mi afán de ser polifacética, empecé a dar clases de tan elegante instrumento. Finalmente lo dejé por inconsistencia y porque las tengo tan pequeñas que a duras penas me alcanzaban para hacer una octava. 
Sin embargo, para que mis manos sigan teniendo la belleza que mi abuela un día vio en ellas me pinto las uñas de tanto en tanto. Antes de partir ya me avisaron que la manicura es en este santo país un must. En cada rincón te encuentras un local repleto de chinas eficientes que te liman y abrillantan con esmero y te quitan todas las cutículas habidas y por haber. Algo sorprendente puesto que en Barcelona hacerse la manicura, al menos eso había entendido yo hasta el momento, era cosa de mujeres de edad respetable y no de niñatas como yo que aún adoran sus muñecos de Fraggle Rock.
La cuestión es que en un nuevo triple mortal a los que me estoy acostumbrando desde que llegué, el otro día visité impulsada por unos amigos el bar Beauty, un peculiar lugar donde te hacen las uñas mientras de tomas tu cocktail. Este hecho, sin duda gracioso, entraña ciertos aspectos que pueden hacer de esta manicura un peligro. El primero deriva de la más que evidente falta de luz de este excéntrico lugar que guarda recuerdos de lo que antes fue un salón de belleza. El segundo es que te puede tocar una “manicurera” que se encuentre en estado de embriaguez evidente. Mis amigas se quedaron con la ruda muchacha tatuada de Texas, yo con la candidata a gótica del año que se tomaba su copaza de vino mientras me limaba las uñas e intentaba darme conversación. 
Gracias al efecto del cocktail “Shampoo” que me había tomado previamente puede alejar de mí la sospecha, después realidad, de que la simpática ojerosa me estaba pintando las uñas a clapas. Todas mis esperanzas de recuperar mi feminidad perdida desde que llegué y acabar arañando algún hombre de buen ver en plan sensual se hicieron añicos nada más salir del local. Lo que tenía que ser una portentosa manicura era en realidad un homenaje delirante al cubismo y el customismo gracias a un esmalte apelotonado y unas simpáticas burbujas decorativas en los extremos de las uñas.  Me calé el gorro hasta los ojos, metí mis avergonzadas manos en los bolsillos gigantes de mi abrigo no menos gigante y pensé que, “ben mirat”, tampoco está nada mal conservar el aire teenager a lo Spinelli



Music is power

sábado, 13 de febrero de 2010

Una de mis películas favoritas es High Fidelity de Stephen Frears. Por lo que me parece haber oído durante estos años no soy la única que la considera un fetiche y son muchos los que adoran las listas musicales de su protagonista.
Aunque nunca he llegado a poder clasificar las cinco mejores canciones de la historia, me falta sabiduría musical y memoria de elefante, ni escoger las cinco canciones que quiero que suenen en mi funeral pero no puedo negar que uno momentos y personas de mi vida a través de melodías.
La música francesa es para mi padre y su manera de tararearla distraídamente. Elton John es mi madre cantando en el coche y el mítico momento de mi infancia en que me convertí en estrella de un espectáculo infantil en un club de esquí vestida de cocodrilo. Todas las versiones de Allellujah de Leonard Cohen están dedicadas a mi hermano. La discografía de Tom Waits está reservada para rupturas sentimentales, para los instantes  drama queen en los que, aun sabiendo de antemano que ni es tan difícil ni es tan duro superarlo, me gustaría tener más tolerancia al alcohol para ahogar mis penas en whisky como lo haría el cantante californiano. Salamanca es Karma Police y Last Kiss, dos canciones demasiado sentimentales para seis meses que se resumen en fiesta y la mejor comida jamás probada. Love of Lesbian es la banda que me convirtió en groupie y solidificó, si se podía más, mis relaciones humanísticas. Jarvis Cocker es para cada momento del día y un gran Summercase con la mejor compañía. Joan Miquel Oliver, Manel y cantar “Al mar” a grito hasta que me miran mal los asistentes a un concierto me recuerdan a mi mitad periodística, más morena y pequeña que yo (sí, es posible) pero trescientas mil veces mejor de lo que yo nunca llegaré a ser.
Nueva York también tiene su momento musical. Empezó con Aracade Fire, pues Laika me acompaña en los momentos en los que necesito fuerza, y ahora continúa con música ochentera.
Las primeras semanas de estar aquí cada vez que entraba en un bar los clientes se volvían medio tarumbas, levantaban las copas y cantaban en plan desaforado  Don’t Stop Believing. Daba envidia. Yo no entendía como una canción tan viejuna levantaba tantas pasiones. Poco a poco la canción se me aparecía  cada paso que daba. Finalmente me explicaron el porqué de la comunión espiritual de los beodos americanos con la canción de Journey. Resulta que, lo que ahora es para mí un himno, apareció en el capítulo piloto de Glee, serie musical y bombazo televisivo de esta temporada en Estados Unidos. Para más coincidencia, en la celebración de mi mes como inmigrante en el nuevo continente fui a ver el musical “Rock Of Ages”, un bizarro homenaje al horterismo que marcó los ochenta. Y sí, la canción de Journey es la elegida para el número final.
No os engañaré, al llegar a casa me pasé el disco que nos habían regalado en la presentación para la prensa internacional al iPod y durante una semana la escuché en train. Y, por supuesto empecé a devorar los trece capítulos de Glee.
No contemplo mi vida sin música y el silencio solo lo reservo para mis días Almodóvar. Esos de migrañas crueles y angustiosas que hacen que desee poder realizarme una auto trepanación y que, una vez superadas por el efecto de las pastillas azueles y 12 horas de sueño, me hacen escribir de forma compulsiva. 

PD: Yo también creo que la escucha repetida de pop británico me ha llevado a una malinterpretación del amor ( 500 Days Of Summer, dixit)

My V-Day

lunes, 8 de febrero de 2010

Desde hace aproximadamente dos semanas el aliento del querubín de Sant Valentin se deja sentir por las frías calles de Manhattan. En otro acto de vendedores de humo y de capitalismo chick (aunque más que chick debería calificarlo como trash) vuelven a confundir la velocidad con el tocino y nos hacen creer que el amor es comprar un caja de bombones en forma de corazón.
Así un domingo vas de brunch y, incomprensiblemente, el espacio que antes estaba decorado con discos de vinilo ha sido inundado de corazones de todos los tamaños.
Coges el Time Out, biblia de cualquier moderno que se precie, y tienes que tragar saliva al ver que abren el número de la semana con un reportaje titulado “Calling all singles” dedicado a todos los pobres “desgraciados” que, por estar solteros, deberíamos celebrar el V-DAY llorando a moco tendido y comiendo chocolate a espuertas.
Enciendes la televisión y (taxan, taxan) ves que la flor y nata de Hollywood ha decidido recordarte lo importante que es el amor en los tiempos de crisis con una peli que promete ser más dulce que el sirope de los pancakes que hace tu roomate.
Ahí donde vayas un corazón te está esperando inquietantemente para recordarte que hay UN día el año en el que te debes a tu pareja. Así que prepárate para los arrumacos y sobretodo prepárate a comprar lencería sexy (btw un día hablaremos del engaño que es victoria secret) y dulces.
La insistencia en el romanticismo de postal roza lo paródico en esta gran ciudad. Una de las cosas más impactantes que han visto mis ojos en el último mes es una pared repleta de ejemplares de revistas para novias. Haciendo un recuento llegué a calcular que aproximadamente había 20 publicaciones diferentes dedicadas a las bodas y todo el mercado que se genera a su alrededor.
Desconozco el número de matrimonios que se celebran al año en esta ciudad, os juro que lo he buscado en el Census Bureau, pero algo me dice que este sector está sobresaturado. Dudo mucho que el romanticismo de Central Park sea capaz de generar el suficiente amor como para que ninguna de esas publicaciones pierda dinero o se vean obligados a vender a sus familiares.


 
 

Da Party

domingo, 31 de enero de 2010


Cuando una sale de fiesta por Nueva York puede reconocer con una simple mirada quienes son oriundos de la city (o llevan tiempo viviendo en ella) y quienes acabamos de aterrizar.
Es simple, sólo hace falta mirar la ropa. Con la tendencia natural de esta sociedad a anunciarse, las mujeres aquí hacen esfuerzos titánicos para realizar su propia campaña publicitaria digna de Times Square. Eso significa que, a pesar de los -8 grados, TODAS llevan tacones, TODAS llevan palabras de honor o camisetas escotadas (muuuuuuy escotadas) y TODAS tienen el pelo más perfecto que has visto en tu vida.
Las novatas, en cambio, llevan jersey de cuello alto, con su pertinente camiseta interior térmica (antimorbo 100%), una bufanda de lana de doble capa y el abrigo más gordo sobre la capa de la tierra. Del pelo mejor ni hablamos. Entre ellas, por supuesto, me encuentro yo.
El segundo elemento por el que se identifica una nativa de los States es el baile. Todas, absolutamente todas, se creen primas-hermanas de Beyonceé y no tienen ningún tipo de reparo en imitar, con pobres resultados, el baile de “Single Ladies”. A este bochornoso espectáculo hay que sumarle las artes en el baile del apareamiento que aprendieron de los mejores documentales de National Geographic. Nunca antes se vieron más variantes del manoseo y el restriego.
Como no todo puede ser libertinaje sexual también hay espacio para el libertinaje alcohólico. Puesto que ya has comprobado que el arte del mojito les queda lejos, acabas tirándote a la cerveza. A lo grande, evidentemente. Una jarra y te regalo tantos de Hot Dogs como quieras,
Great! 
Hold on, baby....  I think is a terrible idea!
Esas jarras te llevan directamente a dar consejos sentimentales a un cumpleañero de 21 años con pinta de loser  enamorado de su amiga. Sin saber cómo le acabas gritando: "If you love her, you must go and tell her!" Al cabo de de diez minutos ves como la amada está achuchándose con un prototipo armario 2x2 y nuestro enamorado se está restregando con la amiga madurita. Acabas pensando que aquí la única loser eres tú.
La última jarra de cerveza te mete de golpe en un taxi, suplicando para que sea una especie de viaje ultrasónico espacial. Pronto te das cuenta que el recorrido va a ser muyyyyyy largo y  te preguntas de quién fue la brillante idea de instalar una pantalla de televisión dentro de un coche para anunciar machaconamente un gimnasio donde ofrecen entrenamiento militar. Miras fuera y ves que aún andas por el Museo de Historia Natural. Cierras los ojos y rezas para que, porfavor porfavor, superéis los límites del norte de Central Park que indicaran que ya estás en casa.
Una vez ahí te meterás en la cama y llegarás a la conclusión , por suerte o por desgracia, aún te queda mucho para ser Carrie Bradshaw




Los que me queráis visitar  ya podéis ir practicando.

IT is a truth universally acknowledged that...

jueves, 21 de enero de 2010

 en Manhattan no eres nadie si no tienes

a) Un Iphone ( o una Blackberry en su defecto)
b)Unas botas de la marca australiana UGG llenas de pelo sospechoso para calentarte los pies
c)un termo para llevar tu café aguado cuando coges el train para ir a trabajar

como yo

tengo el movil Nokia más barato que encontré,
llevo las botas Diesel que me compré cuando me fui de Séneca a Salamanca ( hace "sólo" cuatro años)
y tengo un termo heredado del becario anterior que aún no me atrevo a sacar de paseo

presupongo que, todavía, no soy nadie en esta ciudad.

Las dos semanas que llevo en este país y la consecuente observación antropológica me han llevado a la inefable conclusión que tendría que haber vivido antes aquí. Exactamente en mi años adolescentes cuando, literalmente, me convertí en una máquina de engullir comida.Estoy convencida que si hubiera pisado suelo americano en ese momento se me habrían pasado de golpe las ganas de comer. Las cantidades ingentes de diversos tipos de alimentos que encuentras en cada esquina se te atragantan sin necesidad de ser ingeridos.
Mi (malsana) adoración por el Burguer king está dando paso a una especial querencia por las ensaladas que seguro que haría caer las lágrimas de emoción a mi madre que tantas batallas libró para que reconociera las bondades de la comida sana.

Sin embargo no todos los clichés que traje en la maleta sobre la cultura americana me parecen ahora abominables. Sigo adorando sus galas de premios de cine y comentar la red carpet y los discursos (aunque ahora no lo pueda hacer con M al lado preparándome una taza de café para que tenga un ataque de histeria en los últimos diez minutos de los Oscars). Por ese motivo, por mantenerme fiel a mi misma, el sábado pasado me dediqué a ver la gala de los Globos de Oro. Lancé un rebufo cuando ganó Sandra Bullock, me horrorizó la cara apergaminada de Sir Paul McCartney, me indigné cuando volvió a ganar Mad Men y adoré a Robert Downey Jr ( como lo he hecho desde que tengo uso de razón).

No sentí una especial emoción por verlos en directo, sentí alivio porque al día siguiente no tendría las legañas pegadas a los ojos ( aunque seguiría luciendo mis sempiternas ojeras) y sentí que todo era, extrañamente, familiar. So, you know, USA rules the world.