No nací para llevar alas

sábado, 20 de febrero de 2010


Comprar en Nueva York es algo casi tan básico como respirar. Es difícil delimitar las zonas de tiendas porque prácticamente en cualquier rincón te encontrarás una aglomeración de locales que te miran con deseo. La 5ª Avenida, Herald Square, Broadway, Lafayette, Soho, Noho, Brooklyn Flea Market… Un sinfín de calles y un sinfín de tiendas. Sin embargo desde que llegué aún no me había dado un verdadero baño de “shopping”. Así que este fin de semana empujada por una mezcla de “no sé si cortarme las venas o dejármelas largas” e “insoportable levedad del ser” decidí que era el momento ideal para darme un homenaje. También ayudó el hecho que mi lavadora asesina perpetró un sangriento asesinato y acabó con la vida de la única ropa interior que no me haría morir de vergüenza en caso de exploración de urgencia por  accidente.
Así que gafas de sol en mano, 44 grados Fahrenheit (6 Celsius) aquí  es como la primavera en el Corte Inglés, me lancé dispuesta a patearme la ciudad. Desde hace semanas alguien, no sé muy bien quién, decidió que, a pesar  de que aún nos estamos recuperando de la última nevada, ya es hora de comprar los shorts y las sandalias para el verano. Yo embriagada por los cantos de sirena del consumismo sólo pensaba en comprarme vestidos de flores y sandalias para pasear por las playas que tanto echo de menos.
Sin embargo antes de eso yo tenía una misión: reciclar mi armario íntimo. Así que para ello he acudido a algo así como el templo de la ropa interior femenina: Victoria’s Secret. Desde mi llegada he mirado con recelo sus tiendas porque me parece sospechoso que tantas mujeres se paseen por la ciudad con las bolsas rosas de tan conocida marca. Lo que antes era recelo hoy se ha convertido en odio y rencor profundo.
El primer escollo para conseguir mi objetivo era sortear la figura del “saludador”, un personaje intrínseco a cualquier tienda de ropa de Nueva York. Este ser, que forma parte de la plantilla de vendedoras de cualquier cadena de ropa, te espera con su sonrisa maliciosa en la entrada, te saluda y aprovecha para acribillarte con las ofertas que tienen a tu disposición. Yo no puedo hacer más que poner cara de china (sonrisa profident hasta que los ojos se me cierran) y musitar un “hi”. Te encuentras uno en la entrada pero sabes que habrá uno en cada planta a la que subas. Cuando menos te lo esperes empezará a vociferar cuáles son los saldos que puedes encontrar ese día.
Así pues, como yo ya imaginaba,  nada bueno se cuece en el interior del supermercado de la lencería. Hoy he constatado que la imagen de quintaescencia del glamour que emanan los Ángeles del desfile de Victoria’s Secret cada año se convierte en baratija de segunda cuando las prendas bajan al nivel de los mortales. Nada más entrar me he encontrado con bragas, tangas, cullotes de colores radioactivos dignos del mercadillo de mi pueblo. A punto estaba de llamar a los cazafantasmas y solicitar una acción de urgencia para acabar con esas prendas de origen sobrenatural.
Dispuesta a no dejarme engañar por cualquier vendedora zalamera me he puesto a curiosear entre los miles de conjuntos que abarrotan el templo de la lencería. Sin casi tener tiempo de reaccionar una oronda muchacha de riguroso uniforme negro me ha avasallado ofreciéndome su ayuda. Yo, acorralada entre miles de sujetadores, solo he atinado a decirle que no sabía muy bien cuál era mi talla en USA. Ella ni corta ni perezosa ha sacado su cinta métrica y un pis- pas ha invadido mi sagrado espacio vital delante de la atenta mirada de una pareja de guiris. No contenta con este momento, la dependienta ha determinado mi talla y ha sacado del cajón un sujetador que me ha dejado medio tiesa. Delante de mí sostenía una prenda prácticamente pre púber. Con toda diplomacia le he intentado hacer entender a la eficiente mujer que “eso” a mí me iba pequeño, a menos que no hubiese hecho una más que preocupante regresión a la infancia.
Se me ha quedado mirando con desprecio  parapetada tras el poder de su cinta métrica y me ha indicado amablemente que hiciera cola y si me iba pequeño ya me daría una talla más grande. Vencida he entrado en el probador y, como yo ya había vaticinado, esa talla era la que yo llevaba a los doce años. Aturdida por los colores ácidos y fantasía he huído del establecimiento para recluirme en el maravilloso GAP donde, por fin, he conseguido mi tan ansiada ropa interior acorde con mi edad y tamaño.
 Como nota final sólo dos reflexiones: 
a) Ya basta de ropa con estampados imitación de leopordo, por favor. 
b) a la hoguera todas las camiseta de "I Love my Boyfriend" , y más si son con brillantina. Realmente agradezco que la gente quiera compartir su felicidad sentimental pero sin avasallar, colega! 



 


 

Para arañarte mejor

miércoles, 17 de febrero de 2010



Mi abuela solía decir que tengo manos de pianista. Yo, en mi afán de ser polifacética, empecé a dar clases de tan elegante instrumento. Finalmente lo dejé por inconsistencia y porque las tengo tan pequeñas que a duras penas me alcanzaban para hacer una octava. 
Sin embargo, para que mis manos sigan teniendo la belleza que mi abuela un día vio en ellas me pinto las uñas de tanto en tanto. Antes de partir ya me avisaron que la manicura es en este santo país un must. En cada rincón te encuentras un local repleto de chinas eficientes que te liman y abrillantan con esmero y te quitan todas las cutículas habidas y por haber. Algo sorprendente puesto que en Barcelona hacerse la manicura, al menos eso había entendido yo hasta el momento, era cosa de mujeres de edad respetable y no de niñatas como yo que aún adoran sus muñecos de Fraggle Rock.
La cuestión es que en un nuevo triple mortal a los que me estoy acostumbrando desde que llegué, el otro día visité impulsada por unos amigos el bar Beauty, un peculiar lugar donde te hacen las uñas mientras de tomas tu cocktail. Este hecho, sin duda gracioso, entraña ciertos aspectos que pueden hacer de esta manicura un peligro. El primero deriva de la más que evidente falta de luz de este excéntrico lugar que guarda recuerdos de lo que antes fue un salón de belleza. El segundo es que te puede tocar una “manicurera” que se encuentre en estado de embriaguez evidente. Mis amigas se quedaron con la ruda muchacha tatuada de Texas, yo con la candidata a gótica del año que se tomaba su copaza de vino mientras me limaba las uñas e intentaba darme conversación. 
Gracias al efecto del cocktail “Shampoo” que me había tomado previamente puede alejar de mí la sospecha, después realidad, de que la simpática ojerosa me estaba pintando las uñas a clapas. Todas mis esperanzas de recuperar mi feminidad perdida desde que llegué y acabar arañando algún hombre de buen ver en plan sensual se hicieron añicos nada más salir del local. Lo que tenía que ser una portentosa manicura era en realidad un homenaje delirante al cubismo y el customismo gracias a un esmalte apelotonado y unas simpáticas burbujas decorativas en los extremos de las uñas.  Me calé el gorro hasta los ojos, metí mis avergonzadas manos en los bolsillos gigantes de mi abrigo no menos gigante y pensé que, “ben mirat”, tampoco está nada mal conservar el aire teenager a lo Spinelli



Music is power

sábado, 13 de febrero de 2010

Una de mis películas favoritas es High Fidelity de Stephen Frears. Por lo que me parece haber oído durante estos años no soy la única que la considera un fetiche y son muchos los que adoran las listas musicales de su protagonista.
Aunque nunca he llegado a poder clasificar las cinco mejores canciones de la historia, me falta sabiduría musical y memoria de elefante, ni escoger las cinco canciones que quiero que suenen en mi funeral pero no puedo negar que uno momentos y personas de mi vida a través de melodías.
La música francesa es para mi padre y su manera de tararearla distraídamente. Elton John es mi madre cantando en el coche y el mítico momento de mi infancia en que me convertí en estrella de un espectáculo infantil en un club de esquí vestida de cocodrilo. Todas las versiones de Allellujah de Leonard Cohen están dedicadas a mi hermano. La discografía de Tom Waits está reservada para rupturas sentimentales, para los instantes  drama queen en los que, aun sabiendo de antemano que ni es tan difícil ni es tan duro superarlo, me gustaría tener más tolerancia al alcohol para ahogar mis penas en whisky como lo haría el cantante californiano. Salamanca es Karma Police y Last Kiss, dos canciones demasiado sentimentales para seis meses que se resumen en fiesta y la mejor comida jamás probada. Love of Lesbian es la banda que me convirtió en groupie y solidificó, si se podía más, mis relaciones humanísticas. Jarvis Cocker es para cada momento del día y un gran Summercase con la mejor compañía. Joan Miquel Oliver, Manel y cantar “Al mar” a grito hasta que me miran mal los asistentes a un concierto me recuerdan a mi mitad periodística, más morena y pequeña que yo (sí, es posible) pero trescientas mil veces mejor de lo que yo nunca llegaré a ser.
Nueva York también tiene su momento musical. Empezó con Aracade Fire, pues Laika me acompaña en los momentos en los que necesito fuerza, y ahora continúa con música ochentera.
Las primeras semanas de estar aquí cada vez que entraba en un bar los clientes se volvían medio tarumbas, levantaban las copas y cantaban en plan desaforado  Don’t Stop Believing. Daba envidia. Yo no entendía como una canción tan viejuna levantaba tantas pasiones. Poco a poco la canción se me aparecía  cada paso que daba. Finalmente me explicaron el porqué de la comunión espiritual de los beodos americanos con la canción de Journey. Resulta que, lo que ahora es para mí un himno, apareció en el capítulo piloto de Glee, serie musical y bombazo televisivo de esta temporada en Estados Unidos. Para más coincidencia, en la celebración de mi mes como inmigrante en el nuevo continente fui a ver el musical “Rock Of Ages”, un bizarro homenaje al horterismo que marcó los ochenta. Y sí, la canción de Journey es la elegida para el número final.
No os engañaré, al llegar a casa me pasé el disco que nos habían regalado en la presentación para la prensa internacional al iPod y durante una semana la escuché en train. Y, por supuesto empecé a devorar los trece capítulos de Glee.
No contemplo mi vida sin música y el silencio solo lo reservo para mis días Almodóvar. Esos de migrañas crueles y angustiosas que hacen que desee poder realizarme una auto trepanación y que, una vez superadas por el efecto de las pastillas azueles y 12 horas de sueño, me hacen escribir de forma compulsiva. 

PD: Yo también creo que la escucha repetida de pop británico me ha llevado a una malinterpretación del amor ( 500 Days Of Summer, dixit)

My V-Day

lunes, 8 de febrero de 2010

Desde hace aproximadamente dos semanas el aliento del querubín de Sant Valentin se deja sentir por las frías calles de Manhattan. En otro acto de vendedores de humo y de capitalismo chick (aunque más que chick debería calificarlo como trash) vuelven a confundir la velocidad con el tocino y nos hacen creer que el amor es comprar un caja de bombones en forma de corazón.
Así un domingo vas de brunch y, incomprensiblemente, el espacio que antes estaba decorado con discos de vinilo ha sido inundado de corazones de todos los tamaños.
Coges el Time Out, biblia de cualquier moderno que se precie, y tienes que tragar saliva al ver que abren el número de la semana con un reportaje titulado “Calling all singles” dedicado a todos los pobres “desgraciados” que, por estar solteros, deberíamos celebrar el V-DAY llorando a moco tendido y comiendo chocolate a espuertas.
Enciendes la televisión y (taxan, taxan) ves que la flor y nata de Hollywood ha decidido recordarte lo importante que es el amor en los tiempos de crisis con una peli que promete ser más dulce que el sirope de los pancakes que hace tu roomate.
Ahí donde vayas un corazón te está esperando inquietantemente para recordarte que hay UN día el año en el que te debes a tu pareja. Así que prepárate para los arrumacos y sobretodo prepárate a comprar lencería sexy (btw un día hablaremos del engaño que es victoria secret) y dulces.
La insistencia en el romanticismo de postal roza lo paródico en esta gran ciudad. Una de las cosas más impactantes que han visto mis ojos en el último mes es una pared repleta de ejemplares de revistas para novias. Haciendo un recuento llegué a calcular que aproximadamente había 20 publicaciones diferentes dedicadas a las bodas y todo el mercado que se genera a su alrededor.
Desconozco el número de matrimonios que se celebran al año en esta ciudad, os juro que lo he buscado en el Census Bureau, pero algo me dice que este sector está sobresaturado. Dudo mucho que el romanticismo de Central Park sea capaz de generar el suficiente amor como para que ninguna de esas publicaciones pierda dinero o se vean obligados a vender a sus familiares.