Ya hace casi cuatro meses que dejé atrás mi querida tetería Podunk y también la ciudad que, en teoría, nunca duerme. No negaré que en ocasiones echo de menos ese lugar, sobretodo porque no he encontrado en Barcelona a nadie que equipare en “entrañabilidad” a mi Señora Pots particular, esa adorable mujer que me servía el té y parecía sacada de un cuento de Beatrix Potter.
A pesar de todo, la vuelta a casa ha sido tranquila y sosegada, como si me rencontrara con el estado natural de las cosas. Tras dos primeros meses de desconcierto (cursos de foto e iniciaciones al Scrapbooking) encontré un trabajo. Así que, se supone, me puedo dar con un canto en los dientes, aunque trabaje en el lado menos sexy del periodismo y mi salario sea inferior al que percibía en mi primer año de becaria.
Como no todo puede ser melodrama, la ubicación de la empresa me ha traído una agradable sorpresa: reencontrarme con el bar El Yate, lugar que mantenía anclado en mi memoria desde mi más tierna infancia. Según me ha relatado mi madre yo sólo pisé ese lugar una vez, para comer un croque Monsieur, pero estoy segura que los miles de timones que decoran el lugar perpetraron en mi mente algún tipo de trauma severo.
El pilar de este gran bar, que ofrece unos menús de mediodía la mar de decentes, es el señor Paco. Con su camisa blanca desabrochada, se equivoca mínimo dos veces al traerte la comida (el lomo que habías pedido se convierte en un filete y el flan en un yogurt). Sin embargo, todo eso no importa. Cada vez que comete un error don Paco lo solventa acompañándolo de una gran sonrisa coronada con un “guapa” o “maja”.
No lo voy a negar, desde el minuto cero me rendí a los encantos del señor Paco. Aunque todavía no sé si él será mi nueva señora Pots, es un placer encontrarte gente que de la naturalidad hacen su modo de vida, mientras tú, en el día a día, tienes que aguantar que “hacer el pintamonas” sea la norma de la casa.
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Hace 9 años
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