El Yate, o el estado natural de las cosas.

martes, 29 de marzo de 2011

Ya hace casi cuatro meses que dejé atrás mi querida tetería Podunk y también la ciudad que, en teoría, nunca duerme. No negaré que en ocasiones echo de menos ese lugar, sobretodo porque no he encontrado en Barcelona a nadie que equipare en “entrañabilidad” a mi Señora Pots particular, esa adorable mujer que me servía el té y parecía sacada de un cuento de Beatrix Potter.
A pesar de todo, la vuelta a casa ha sido tranquila y sosegada, como si me rencontrara con el estado natural de las cosas. Tras dos primeros meses de desconcierto (cursos de foto e iniciaciones al Scrapbooking) encontré un trabajo. Así que, se supone, me puedo dar con un canto en los dientes, aunque trabaje en el lado menos sexy del periodismo y mi salario sea inferior al que percibía en mi primer año de becaria.
Como no todo puede ser melodrama, la ubicación de la empresa me ha traído una agradable sorpresa: reencontrarme con el bar El Yate, lugar que mantenía anclado en mi memoria desde mi más tierna infancia. Según me ha relatado mi madre yo sólo pisé ese lugar una vez, para comer un croque Monsieur, pero estoy segura que los miles de timones que decoran el lugar perpetraron en mi mente algún tipo de trauma severo.
El pilar de este gran bar, que ofrece unos menús de mediodía la mar de decentes, es el señor Paco. Con su camisa blanca desabrochada, se equivoca mínimo dos veces al traerte la comida (el lomo que habías pedido se convierte en un filete y el flan en un yogurt). Sin embargo, todo eso no importa. Cada vez que comete un error don Paco lo solventa acompañándolo de una gran sonrisa coronada con un “guapa” o “maja”.
No lo voy a negar, desde el minuto cero me rendí a los encantos del señor Paco. Aunque todavía no sé si él será mi nueva señora Pots, es un placer encontrarte gente que de la naturalidad hacen su modo de vida, mientras tú, en el día a día, tienes que aguantar que “hacer el pintamonas” sea la norma de la casa.

Blame Canada

lunes, 16 de agosto de 2010


Una de las bromas recurrentes antes de venir a Nueva York era “te pararán en inmigración y te llevarán al cuartelillo”.  He tenido que esperar hasta querer pasar la frontera que separa Estados Unidos y Canadá para vivir esa maravillosa experiencia que, gracias a Dios, no llegó a cacheamiento indecente.  
Supongo que los meses que llevo aquí me hicieron olvidar que estoy de prestado y que por mucho que una se sienta como pez en el agua no debe perder nunca de visita la burocracia estadounidense. Satisfecha de mí misma llegué a la frontera agarrada a mi pasaporte y mi visado.  Fue ahí donde una dura agente canadiense me informó que al no llevar mi formulario DS2019 que, glups!, había olvidado en casa no se me permitía pasar al país de la policía montada para ver las cataratas del Niagara. ¿La razón? Sin ese documento no pueden asegurar  que Estados Unidos me deje volver a entrar a pesar de tener un visado en regla. Y Canadá, of course, no quiere nuevos ciudadanos a lo polizonte.
Con el corazón encogido al ver la cara de incredulidad de mi familia que había hecho reservas al otro lado de la frontera,  la agente me mandó de vuelta al lado estadounidense con un “cutre papel”. Ella me aseguraba que si inmigración de Estados Unidos me lo firmaba, ellos me dejaban pasar para ver ese parque surrealista que han montado para explotar las cataratas. En mi mente aparecía de forma intermitente la imagen de Meg Ryan en “French Kiss” suplicando su nacionalidad canadiense.
Mis gestiones con el bando estadounidense no trajeron soluciones inmeditas. Él agente de la aduana me explica que por él no habría problema porque al día siguiente vuelva a los states pero quién sabe si él estará y quizás el agente de servicio ese día decide que me toca comer sirope de arce el resto de mi vida. De repente nos requisa los pasaportes y me envía a inmigración.
Tras dos horas de espera en una sala en la que se acumulaban tantas nacionalidades como en las Naciones Unides , conseguí que el señor agente me devolviera mi pasaporte. Previamente, el señor agente hizo una esmerada comprobación de mis datos con el antiguo, pero siempre eficaz, método de mirar diez veces de forma alternativa la fotografía del pasaporte y mi cara de “estoy-hasta-las-narices-de-tanta-tontería-quiero-mi-pasaporteYA” para asegurarse que éramos la misma persona.
Con la advertencia que no podía poner el pie en la tierra de Céline Dion cogimos nuestros bártulos y nos largamos a pedigüeñar asilo en cualquier hostal que nos acogiera y poder ver así Niagara Falls desde el lado estadounidense. Y oye, quizás no tiene casino, ni noria, ni torre alta desde la cual puedes ver el paisaje, pero te mojas igual cuando vas a ver las cataratas de cerca.



Never-ending

miércoles, 11 de agosto de 2010



* El edificio de la sede neoyorquina de las Naciones Unidas se construyó gracias a los bocetos de Le Corbusier y Oscar Niemeyer

OST

martes, 27 de julio de 2010


La banda sonora de esta ciudad es una canción de Björk desquiciada. En ella se juntan las incansables bocinas de los taxis suicidas, el ruido de los coches brincando sobre las placas de metal que esconden los baches del maltrecho asfalto de la jungla de cristal y la melodía agonizante de la Lambada proveniente de un carrito de los helados. Es también el constante run- run de los aires acondicionados que salvan a los neoyorquinos de una más que segura muerte por asfixia. 
A menos que no se sea fan incondicional de la mujer de ojos rasgados a veces vale la pena abandonar durante unas horas el paraíso de los rascacielos para recuperar el significado del silencio. Aunque se tengan que hacer tres horas de camino en tren y un viaje con un taxista de obtusa visión americanocéntrica del mundo. 

PD: Y ahora venid todos los fans de Björk y quemarme con el fuego de vuestra furia...

Experiencias extremas con la gastronomía estadounidense (I)

lunes, 5 de julio de 2010

El 4 de julio, Indepedence Day, llegó y se fue con más pena que gloria. Las altas temperaturas frustraron los planes de disfrutar del concierto de She & Him en Governor’s Island y sólo pudimos empezar a respirar con tranquilidad con la caída de la noche y los fuegos artificiales que cada año hace el omnipresente centro comercial Macy’s.

El lugar elegido para disfrutar de los fuegos, considerado el mayor espectáculo pirotécnico del país, fue Hoboken, en Nueva Jersey, desde donde se tiene una de las vistas más espectaculares del Skyline de Nueva York. Paseándome por los  chiringuitos encontré una de las delicatesen culinarias más estrambóticas de la siempre surrealista gastronomía estadounidense: las fried Oreos.

Esta maravillosa guarrería consiste en rebozar las ultraconocidas galletas Oreos, el segundo producto alimentario más vendido del mundo,  con el menjunje usado para hacer pancakes (otra grandiosa aportación de Estados Unidos a mi dieta de los fines de semana). Una vez rebozaditas, se fríen y las espolvoreas con azúcar glassé. El resultado es un maravilloso buñuelo, con un sabor a medio camino de la galleta Oreo y los tipical spanish churros.

Y sí, me zampé unas fried oreos y luego un estupendo sirloin steak en un mítico Steak house con sus manteles de cuadritos rojos y blancos. 

Aquí os dejo un vídeo que explica como las fried Oreos para que expandáis por el mundo la buenanueva de su existencia. 


Is a long way just for a mat

martes, 29 de junio de 2010

Uno de los pasatiempos favoritos de los neoyorquinos es hacer colas. En menos de lo que canta un gallo te montan “lines” perfectas para conseguir cualquier cosa a un precio indecentemente bajo para esta ciudad. Así puedes ver largas esperas para  participar en un sorteo de entradas para el musical “In The Heights”  o subir a un bus que te lleva a Washington por un precio ridículo y que llega con evidente retraso.  Contrariamente a lo que pasaría en Barcelona, la gente difícilmente se exalta o se pone brabucona con los responsables de estas interminables esperas.

En los últimos meses  me he dejado seducir por los cantos de sirenas de las esperas eternas y he tenido mis dos raciones de “new yorker line” con resultados dispares. La llegada del verano es sinónimo de cultura gratis en esta ciudad pero como bien dice el refrán “quien algo quiere, algo le cuesta”. Uno de los eventos imprescindibles de la temporada es el Shakespeare in the Park, un festival  de teatro en el Central Park dedicado al autor inglés. Cada año se representa durante dos meses al menos una de sus obras que suelen contar con la presencia del algún actor hollywodiense. Este año el elegido fue Al Pacino, quien participa en el “Mercader de Venecia” interpretando al judío Shylock, papel que ya hizo en la adaptación cinematográfica del clásico. Ni que decir que me volví loca a leerlo y ni las críticas a la película por parte de mi hermano mediante emails acosadores me detuvieron de participar  en la cola quilométrica que me llevaría a ver a uno de los grandes de la actuación.

Tras tres horas de cola, conseguí mi preciada entrada más casi una decena más para mis amigos que se fueron uniendo a mí a la cola ante las cejas arqueadas de bondadosos neoyorquinos en cuyos diccionarios no existe la palabra “colarse”. Pensaréis que se ha de tener una vida muy triste para perder tres horas de una mañana de sábado sentada en el suelo del Harlem Stage. Sólo os diré que yo acudí a la fila alternativa, que cambia de barrio cada fin de semana y donde te dan unos vouchers que luego se convierten en entradas. Otros seres más comprometidos con la causa decidieron plantificarse en Central Park una noche entera (hubo gente que estaba ahí a las nueve de la noche del viernes) para conseguir ver a Al Pacino encima del escenario.

Mi segunda experiencia íntima con las colas neoyorquinas fue mucho más decepcionante. Desde mi llegada a la Gran Manzana he intentado retomar el yoga pero las fuerzas de la naturaleza se han unido para impedirme entrar en el nirvana por medio de estiramientos imposibles. Con lo molones que son esta gente, en verano los tienes a todos haciendo yoga en plan comunidad del anillo en cualquier parque de la ciudad. La semana pasada se anunció una gran clase multitudinaria, o sea algo como la “digitransformación” de  comunidad del anillo a secta del buenrollismo, en Central Park (aunque parezca mentira no todo pasa ahí). Se trataba de conseguir el record de 10.000 personas haciendo yoga.

Después de rellenar la solicitud e  imprimir el boleto me planté en parque para encontrarme una cola que se extendía casi tres manzanas. En nombre del equilibrio emocional y los remordimientos por haberme convertido en una especie de babosa que sólo se mueve de la silla de la oficina a su sillón de pensar decidí aguantar hasta perder toda esperanza. Casi dos horas y un perrito caliente después  seguíamos esperando y nos rendimos a la evidencia que nunca podríamos saludar al sol desde los verdes prados de Central Park ni tener nuestra mat (colchoneta) azul cortesía de la compañía aérea Jet Blue. Nuestras miradas lastimosas se cruzaron con la de otra pobre resistente que tras un largo suspiró afirmó: “ Is a long way just for a mat”.  
Tal y como había anunciado el forecast (ese gran amigo de cualquier new yorker de pro) la tormenta de New Jersey se aproximaba a la ciudad. A pesar de empezar a caer algo similar al diluvio universal los miles de neoyorquinos que esperaban pacientemente se resistían a abandonar el parque puesto que aún no habían conseguido su maravillosa “mat” gratis.

Baltimore, MD

sábado, 24 de abril de 2010

Cuando iba al colegio tenía un profesor muy sabio que solía decir que el día que los chinos se levantasen acababan con nosotros. No lo faltaba razón. En cualquier ciudad americana que se precie existe un Chinatown, porque ellos van a dominar el mundo. De momento han empezado por controlar los sistemas de autobuses que te llevan desde NY a cualquier otra ciudad cercana por un módico precio y en ocasiones hasta con internet gratis.

Así, transportada por los denominados “autobuses de los chinos” llegué a la ciudad que tiene el honor de ser mi primer contacto con la América profunda: Baltimore, Maryland. Esta pequeña ciudad portuaria es conocida por sus cangrejos (que, oh paradojas de la vida, son traídos desde North Carolina). También tiene el privilegio de ser la ciudad natal del bizarro John Waters, conocido por haber dirigido la mítica primera versión de Hairspray o Cry Baby.

Baltimore tiene también otro gran atractivo: estar considerada la segunda ciudad más peligrosa de Estados Unidos después de Detroit con una media de 220 homicidios al año.

Sin embargo, el mejor de sus encantos es que era una de las pocas ciudades de la gira americana de The XX donde aún quedaban entradas a la venda. Ni cortas ni perezosas Miss Washington y yo tomamos las determinación que la banda de pipiolos británicos se merecían que rindiéramos culto a Baltimore, Maryland, cuna de la subcultura.

Alertada por mi hermano, seguidor acérrimo de la serie The Wire, basada en el mundo criminal de Baltimore, llegué a la ciudad agarrando con fuerza mi mochila, esperando oír disparos sobrevolando mi cabeza y rezando porque ninguno de ellos impactara en mi cámara nueva.

Nada de eso sucedió pero pronto descubrimos que hay algo que puede dar más miedo que las balas: el bizarrismo extremo y el kitsch. Desde los bancos para esperar el autobús, donde se puede leer el autoestimulante lema “Baltimore, the greatest city in America”, hasta las extrañas figuras de porcelana de un gato y un pescado en un cesto pasando por un dinner con forma de barco todo huele a naftalina en la ciudad que vio morir a Edgar Allan Poe. Así que, tras un par de horas, nos dimos cuenta que la presencia de dos turistas por esos lares era un hecho sorprendente.

Nuestra imagen de cándidas europeas perdidas ( sólo en apariencia) ha provocado que taxistas con ínfulas de Lionel Richie solicitaran nuestra amistad encarecidamente, que hippies con atuendos de lobos de mar nos dieran clases de magistrales de genios del jazz en tiendas clandestinas de vinilos y que mujeres en decadente estado físico y precaria salud dental nos indicaran el camino a la casa-museo de Poe mediante gritos en el barrio más chungo de todo Baltimore mientras los colegas que vagabundeaban por las calles nos miraban como si viniéramos de Marte.

En Baltimore he aprendido que el transporte público fuera de Nueva York sólo es para los pobres (el 30% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza).

En Baltimore he aprendido que yo vivo en una burbuja que se llama Nueva York.